Las ciudades y los nombres 4.
Clarice, ciudad gloriosa, tiene una historia atormentada. Varias
veces decayó y volvió a florecer, teniendo siempre a la primera Clarice
como modelo inigualable de todo esplendor, por comparación con la
cual el estado presente de la ciudad no deja de suscitar nuevos suspiros a
cada vuelta de las estrellas.
En los siglos de degradación la ciudad, vaciada por las pestilencias,
rebajada de estatura por los derrumbes de viguerías y cornisas y por los
desmoronamientos de tierra, oxidada y obstruida por incuria o ausencia
de los encargados de la conservación, se repoblaba lentamente al
reemerger de sótanos y madrigueras hordas de supervivientes que como
ratones hormigueaban movidos por la manía de hurgar y roer, y también
de arrebañar residuos y frangollar, como pájaros haciendo su nido.
Se dedicaban a todo lo que podía sacarse de donde estaba para
ponerlo en otro lugar a fin de darle otro uso: los cortinajes de brocado
terminaban por hacer de sábanas; en las urnas cinerarias de mármol
plantaban albahaca; las verjas de hierro forjado arrancadas de las
ventanas de los gineceos servían para asar carne de gato sobre fuegos de
madera taraceada. Puesta en pie por fragmentos desparejos de la Clarice
inservible, tomaba forma una Clarice de la sobrevivencia, toda tugurios y
cuchitriles , charcos infectos, conejeras. Y sin embargo, del antiguo
esplendor de Clarice no se había perdido casi nada, todo estaba allí, solo
que dispuesto en un orden diferente pero adecuado no menos que antes
a las exigencias de los habitantes.
A los tiempos de indigencia sucedían épocas más alegres: una
Clarice mariposa suntuosa brotaba de la Clarice crisálida menesterosa; la
nueva abundancia hacia rebosar la ciudad de materiales, edificios,
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objetos nuevos; otras gentes afluían del exterior; nada ni nadie tenía que
ver con la Clarice o las Clarices de antes; y cuanto más se asentaba
triunfalmente la nueva ciudad en el lugar y en el nombre de la primera
Clarice, más advertía que se alejaba de ella, que la destruía no menos
rápidamente que los ratones y el moho: no obstante el orgullo del nuevo
fasto, en el fondo del corazón se sentía extraña, incongruente,
usurpadora.
Y ahora los fragmentos del primer esplendor, que se había salvado
adaptándose a tareas más oscuras, eran nuevamente desplazados,
custodiados bajo campanas de vidrio, encerrados en vitrinas, posados en
cojines de terciopelo, y no porque pudieran servir todavía para algo sino
porque a través de ellos se hubiera querido recomponer una ciudad de la
cual nadie sabía ya nada.
Otros deterioros, otras lozanías se han sucedido en Clarice. Las
poblaciones y las costumbres cambiaron varias veces; quedaron el
nombre, la ubicación y los objetos más difíciles de romper. Cada nueva
Clarice, compacta como un cuerpo viviente con sus olores y su
respiración, exhibe como un collar lo que queda de las antiguas Clarices
fragmentarias y muertas. No se sabe cuándo los capiteles corintios
estuvieron en lo alto de sus columnas; sólo se recuerda uno de ellos que
durante muchos años sostuvo en un gallinero la cesta donde las gallinas
ponían los huevos y de allí paso al Museo de los Capiteles, en fila con los
otros ejemplares de la colección. El orden de sucesión de las eras se ha
perdido; que ha habido una primera Clarice es creencia difundida, pero
no hay pruebas que lo demuestren; los capiteles podrían haber estado
antes en los gallineros que en los templos, en las urnas de mármol podía
haberse sembrado antes albahaca que huesos de difuntos. De seguro se
sabe sólo esto: cierto numero de objetos se desplaza en un determinado
espacio, ya sumergido por una cantidad de objetos nuevos, ya
consumiéndose sin recambio; la regla es mezclarlos cada vez y hacer la
prueba nuevamente de ponerlos juntos. Tal vez Clarice ha sido siempre
solo un revoltijo de trastos desportillados, desparejos, en desuso.
Ítalo Calvino. Las ciudades invisibles.