domingo, 19 de junio de 2016

El pulidor de piedritas


Tendría unos 12 años cuando empecé con mi alma de Hippie. En mi mente de niña no existía la posibilidad de comprar las hermosas piedras coloridas que yo veía que los artesanos engarzaban en todo tipo de "joyas". Veía sus colores y pensaba que éstos salían a relucir porque esas piedras estaban pulidas, y me preguntaba cómo harían para destacar semejante naturaleza del mineral.
"Yo quiero pulir piedras y que me queden así", le dije un día a mi viejo. Y me pareció lo más natural del mundo que él encontrara una solución para semejante iniciativa. Nunca se me ocurrió que a 10 minutos de mi casa existía un barrio en el que las vendían ya procesadas, teñidas y agujereadas. Y a mi viejo le pareció mucho más divertido, porque no creo que hubiese sido mucho mas fácil, dejarse llevar por mi pequeño delirio y compartir la iniciativa de hacer algo juntos.
El primer paso consistía en ir de "shopping" al chatarrero. Lo de Tomasito era el lugar en donde mi viejo disfrutaba de pasear entre chatarra para ver qué había de "nuevo" para llevarse a un módico precio; a veces tan módico que acababan por regalárselo.
Un día, ya siendo más grande le pedí que me comprara una chapa de galvanizado para hacer una carterlera de imanes, y apareció con una chapa medio chueca, mientras me aseguraba que eso me iba a servir. Un reciclador nato el viejo, tan es así que en el medio de mi cuarto tengo plantado un palo de semáforo peatonal sosteniendo una escalera, pero esa es otra historia.
El sistema era sencillo. Un pie, o base, que sostenía un motor con un eje que giraba, y sujeto al eje un tubo cuyos extremos tenían una rosca a la cual se enroscaba una tapa, como esos bulones que sirven para tapar los extremos de los caños. Pronto estuvo listo nuestro invento, llenamos el tubo de cantos rodados cuidadosamente seleccionados de una pila de una obra que había en la esquina de casa. Una mezcla de cantos rodados y arena que funcionaría de agente de abrasión que puliría nuestras piedras. Se cerraba el tubo con el bulón y el eje empezaba a girar indefinidamente . Un CLAC, CLAC, CLAC, CLAC  contínuo de piedras golpeando y golpeando salía del aparato, y al cabo de unas horas obteníamos unos bellísimos... cantos rodados de la obra de la esquina un poco más brillantes...
Hoy de esa máquina sólo queda la base.
Si tengo que pensar en mi viejo eligiendo un regalo para mí, no puedo más que imaginarlo junto a mi vieja, que es quien también, en su inmensa generosidad, siempre tiene  la iniciativa de dar regalos a los demás, siempre antes que a ella misma. A papá lo veo ayudando a elegir, haciendo la segunda, quizás refunfuñando un poco si las compras se vuelven excesivas, dando rienda suelta si en algún momento veía que había algo que realmente queríamos y que su bolsillo en ese momento se podía permitir.
Sus regalos espontáneos eran éstos: Una máquina de vapor, un pulidor de piedritas, fabricar un barrilete, un avión, un barco a escala... Pulir durante horas un vidrio, para luego hacer un espejo, para construir un telescopio con el cual ver el cometa Halley. Uno de los recuerdos más antiguos de mi infancia es ese, ver el cometa Halley por el telescopio.
Papá se pinchaba las manos para traerme un gajo de cáctus del desierto porque sabía que me gustaban. Me traía un kilo de sal de alumbre de química Oeste cuando le pedía que me enseñara a hacer cristales, porque eso era algo que yo tenía que saber. El kilo de sal aún está ahí, creímos tener tiempo de sobra, y el tiempo no nos alcanzó. Es una deuda pendiente que pronto pienso cumplir. Porque las herencias se agradecen. Y mi viejo me dejó una herencia muy grande, una herencia que no tiene que ver con contar billetes: yo tuve un viejo que siempre estuvo ahí para darle, o al menos intentarlo, respuesta a mis inquietudes, para darme valor cuando tuve miedo, hacerme creer importante cuando venía a consultarme ciertas cosas porque yo era "la entendida", o sonreir de orgullo cuando corría a mostrarle algo que también a mí me enorgullecía. Y yo sé que me ama, aunque fuese duro con eso de dar abrazos, y más aún de soltar palabras. Él no decía. Él siempre hizo.

No me puedo quejar. Soy muy rica.

Donde quiera que andes. Gracias. Gracias y feliz día.