sábado, 3 de agosto de 2013

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Lo descubrió bajo un pino, sentado en el suelo, colocando pequeñas piñas según un dibujo regular, un triángulo isósceles. A esas horas de la madrugada, Agilulfo tenía siempre la necesidad de dedicarse a un ejercicio de exactitud: contar objetos, ordenarlos en figuras geométricas, resolver problemas de aritmética. Es la hora en que las cosas pierden la consistencia de sombra que las ha acompañado en la noche y vuelven a adquirir poco a poco los colores, pero mientras tanto atraviesan algo así como un limbo incierto, apenas rozadas y casi aureoladas por la luz: la hora en que menos seguros estamos de la existencia del mundo. Él, Agilulfo, tenía siempre la necesidad de sentir frente a sí las cosas como un muro macizo al que contraponer la tensión de su voluntad, y sólo así conseguía mantener una segura conciencia de sí mismo. Si en cambio el mundo a su alrededor se esfumaba en lo incierto, en lo ambiguo, también él se sentía ahogar en esta mórbida penumbra, sin conseguir que aflorase del vacío un pensamiento claro, un impulso decidido, un pudonor. Se sentía mal: eran esos los momentos en que creía desfallecer; a veces sólo a costa de un esfuerzo extremo lograba no disolverse. Entonces se ponía a contar: hojas, piedras, lanzas, piñas, cualquier cosa que tuviera adelante. O a ponerlas en fila, a ordenarlas en cuadrados o en pirámides. El dedicarse a estas ocupaciones exactas le permitía vencer el malestar, absorber el descontento, la inquietud y el marasmo, y recobrar la lucidez y compostura habituales.

De "El Caballero inexistente". Ítalo Calvino, 1959.

1 comentario:

valeria dijo...

Y si, yo paso, habiendo descubierto tu blog hoy, y voy dejando comentarios en entradas viejas (o como se llamen las cosas en los blogs, que pa vieja, yo). Y tengo que decir, que amo a Italo Calvino. Y bastante a Ray Bradbury, pero a Calvino más.