domingo, 25 de mayo de 2008

Gracias a la música, hay reencuentro

Por donde empezar a describir cuándo todo es emoción?
Era viernes a las 4 de la tarde y ya me empezaban a subir los nervios, no sé por qué habría de ponerme nerviosa yo, pero así fue.
Es que era mucho más que un par de días de música. Era compartir la emoción con un amigo muy querido, de algún modo seguir acompañándolo en cada uno de los pasos que fue y que va dando. Era volver a ver a muchas caras que sólo veo en esos contextos.
Mucho más que un simple recital, un gran reencuentro, en donde lo que más vale termina siendo eso, abrazar a un montón de gente que querés, y que por cuestiones de tiempo y de distancia no podés ver tan seguido. Por eso es que aún dura la emoción.

Abel en el opera

martes, 6 de mayo de 2008

10 años

Una vez Santi escribió este cuento:

Esa nariz ganchuda

Qué lindo personaje la abuela Dora. Era divertida hasta cuando se enojaba. Con su vos finita y aguda, una de esas que lo obligan a uno a alejar raudamente la oreja del auricular del teléfono. Acostumbrada al campo la abuela, además, gritaba cuando hablaba por el aparato o atendía el portero eléctrico. ¡Holaaaa!, escuchábamos y ya sabíamos quien era. Con su eterno batón, con su nariz ganchuda y su mirada tan pícara como dulce. Con sus santos y sus misas domingueras por teve. Con el eterno quejido para que alguien le rece luego de su muerte, justo ella que veía que sus nietos agarraban para el otro lado cuando de ir a la iglesia se tratara. Ella que igualmente nos quería como nadie, preocupándose siempre por lo que uno hacía o dejaba de hacer.
Eternas siestas dormí en la cama que era del abuelo y que estaba separada por dos mesas de luz de la abuela. Eternas luchas teníamos con mis hermanos por ocupar un buen lugar después de comer, cuando la abuela ponía en la tele esos programas de famosas que comen con famosos y animadoras, muy rubias, muy arregladas, preguntan cuántas nueces hay adentro de este tarro. Para nosotros era somnífero y nos dormíamos unas siestas bravas que duraban hasta que la nona nos mandaba a casa, a que hagamos lo que no haríamos precisamente, la tarea. A esa cama: “La Somnífera”, le adjudicábamos poderes extraordinarios. No podía ser que ninguno aguantara más de un cuarto de hora sin dormirse profundamente. Nos despertábamos transpirados porque en lo de la abuela siempre hacía calor y nos íbamos caminando por la sombra para casa. Al rato llamaba la abuela para que vayamos a tal o cual lado (generalmente a la farmacia) y otra vez, por lo menos el designado para la tarea, tenía que desandar las seis cuadras un rato antes recorridas. La abuela te esperaba mirando por la ventana y cuando te veía te arrojaba las llaves desde el segundo piso sin importarle las consecuencias. Digo esto porque un día un pelado se fue puteando y con la cabeza sangrando luego de recibir un llaverazo caído del cielo. Desde entonces tuvo cada uno de nosotros su propio juego de llaves.
Cuando éramos chicos y el abuelo aún vivía, el negocio era ir a comprar pastillas de menta. Porque el viejo pedía muchas, la vieja te mandaba a comprar cinco paquetes y vos te comías uno seguro, además de las que luego, enterado de su presencia, te agarrabas del cajoncito del medio. Cuando el abuelo murió se acabaron las pastillas pero seguimos con la abuela. Con una abuela que seguía enamorada, pero ahora del recuerdo. Y aunque el recuerdo se le hacía doloroso, no borraba los más de cincuenta años que había vivido con el abuelo. El barco, el viaje a Europa, la declaración en plena popa, el casorio, el campo y la vuelta para envejecer en Buenos Aires.
Las discusiones con la tía, su única hija mujer, son famosas en la familia. De tan parecidas chocaban y gustaban de discutir todos los días un rato. Después acordaban todo y la pasaban bárbaro, pero siempre un poquito discutían. La abuela se quejaba después ante nosotros, qué esto y aquello y lo otro también, qué quién y qué se creé.
Con el tiempo las pastillas de menta se convirtieron en billetes. Justo en esa época en la que uno anda tirado, sin una moneda, con vicios incipientes y sin cara para mangarle ni dos pesos a los viejos. Justo en esos momentos la abuela te mandaba a hacer las compras y te salvaba. Entonces ibas a la cancha, te comprabas puchos. No escamoteaba la nona, pero sabía cuando darte. No dejaba ni que le llores ni que te la lleves de arriba. Te la tenías que ganar y eso hacíamos. Largas colas en la farmacia hacíamos.
Era como que te iba acomodando la abuela. Tenía a varios nietos en edades muy parecidas y en las mismas condiciones, sin un mango. Entonces alternaba. Hoy te toca a vos y mañana al otro. También nos daba para cortarnos el pelo, para libros y otras utilidades. Se bancaba algunas trampas. Se hacía la que no se daba cuenta, pero era bien cómplice de las indisimulables picardías de sus nietos.
Nos quería mucho y nos aguantaba de todo. En una época jugábamos un campeonato de fútbol en el colegio, que estaba a la vuelta de su casa, y cuando terminábamos el partido íbamos a hacer el tercer tiempo. Así todos los fines de semana. Todos los vagos del equipo, los amigos de los vagos, las novias de los vagos, y mis hermanos y hermanas menores, que conformaban nuestra más fiel hinchada. Todos sudados luego de la contienda arribábamos a aquel segundo piso de la avenida Alberdi. Tomando algo fresco y comiendo como endemoniados en el elegante living de la nona, que nos preguntaba como habíamos salido, se quejaba porque generalmente le cantábamos derrota y luego empezaba con la ronda de interrogatorios. A todos. Porque a todos los tenía junados. A éste si seguía estudiando, al otro por el laburo y a alguna novia para cuándo los confites. Es verdad que se equivocaba a veces de personajes y metía la gamba, pero eso era poco frecuente. Tenía un buen registro de la gente que conocía. Se lucía pese a sus más de ochenta años.
Y se quejaba, se quejaba de su asma, del frío y del calor, se quejaba de nosotros y del país. Le encantaba quejarse y para nosotros ya era diversión. Había que seguirle un poco la corriente, dejarla que se saque la queja y luego todo se tranquilizaba. Nosotros a comer las berenjenas y ella a quejarse por cómo comíamos.
Con la abuela compartimos muchos momentos, no sólo cumpleaños o fiestas de fin de año. Nos dejaba entrar en su vida y nos contaba historias. Con el abuelo la cosa era más fría. El viejo era más parco y andaba más metido en sus cosas. Además, la edad lo había dejado medio sordo y eso empeoraba la comunicación. Siempre con sus libros, su gran diario, las palabras cruzadas y la radio pegada a la oreja. Yo llegué a relacionarme más por eso del fútbol. Al él le gustaba muchísimo y a mí también. Entonces intercambiábamos historias. El me contaba de sus épocas de cronista, de la Máquina y yo opinaba del presente, de esos jugadores que a los que él defenestraba porque “no saben dar dos pases seguidos” y para mí eran "ídolos". Con la abuela había más onda. Sacaba a relucir sus viejos álbumes de fotos y recorría cronológicamente su historia y la nuestra. Decía que debía su nariz ganchuda a tanto sonársela, pero las viejas imágenes en blanco y negro desmitificaban el cuento. “Sos linda igual”, le decíamos y se reía. Le encantaba el glamour de su época joven. Nos mostraba los vestidos y las mallas, añoraba los veraneos en Mar del Plata y los cortejeos adolescentes. El abuelo casi se muere cuando un día apareció un tal Goyo en el teléfono. Era un ex pretendiente de la abuela que vaya a saber cómo consiguió el número y se animó a llamarla. La abuela estaba entusiasmada y el abuelo furioso. Nosotros divertidos, claro.
Cuando ya pocos viejos quedaban con vida. Cuando ya sus dos hermanas habían muerto y varias primas también, empezó a hacerles una crucecita al lado en las fotos. Para nosotros era gracioso, para ella una forma de ver que pocos iban quedando. Se enojaba cuando se lo hacíamos notar y nos decía: “a ustedes ya les va a tocar llegar a viejos y sentir que les queda poco”.
Cuando sus nietos más grandes pasamos de adolescentes, su preocupación era el estudio y las chicas y los chicos. Sobre todo las chicas y los chicos. Que esa no me gusta, que aquella está un poco tocada, qué ese melenudo, qué adónde tiene la cara. Estudiaba a cada quien y sacaba sus propias conclusiones. Yo directamente no le llevé chicas a casa, sólo a quien hoy me acompaña. Un poco porque ya sabía cómo era la abuela y segundo porque no tenía mucho levante. Pero mis hermanos y mis primas la sufrieron. Hasta de los amoríos de mis primos santafesinos estaba enterada con lujo de detalles. Tenía buenos informantes y con un par de llamadas telefónicas hacía un desastre. Cuando murió varios de nosotros ya teníamos mujeres y hasta hijos. Conoció a varios de sus bisnietos y ellos pasaron a ser su principal preocupación. Desde sábanas y pañales hasta un sacacorchos te regalaba para que estuviesen bien, para que no les faltara nada. Quería familia, era familia. Nos crió como nuestros viejos, nos dio de comer, nos bancó nuestras peores edades, nos trato de compadritos secantes, nos dio besos y nos sonrió siempre. Alquilaba un departamento en Villa Gesell todo un mes y nos llevaba para que sigamos allí haciendo nuestras fechorías. Nos compraba cerveza y nos prohibía los cigarrillos. “Para qué fumar nene, mira como están estos”, decía, y señalaba a los viciosos de sus hijos. Apenas iba a la playa o aceptaba dar un paseo en auto. Ella estaba a gusto en ese departamentito en planta baja, con balcón al jardín, una hermosa pileta, un sinfín de plantas y sus colibríes, esos pajaritos de colores que la enloquecían.
Cuando murió el dolor nos pegó fuerte. Somos una familia a la que le cuesta llorar. Pero a la abuela la lloramos mucho por dentro. Ella venía hinchando que se quería morir, que ese era su último año, que se quería ir con el viejo. Y le creíamos, claro. Aunque también sabíamos que luchaba todos los días para seguir un poco más, para ver crecer a los chiquititos y disfrutar eso que tanto había ayudado a forjar. Un día se cansó de su cuerpo y se fue. Las pocas veces que volví a su casa la sentí. Un cachito de su alma andaba aún por ahí en forma de fantasma. Me contagié de su espíritu y sentí que alguien me sonreía entre cómplice e irónicamente cuando yo descubría que en ese cajón del medio, en el mueblecito, ya no había pastillas de menta.

Evaristo Mado, diciembre 2001-12-13


Hoy se cumplen 10 años de que la abuela Dora dejó éste mundo físicamente, y digo físicamente porque siempre estará viva en los que con tanto amor la recordamos. Ella, tan llena de vida... Pasar por la esquina de Alberdi y Cachimayo y ver las persianas del que fue su departamento eternamente cerradas, cuando esa era una casa llena de luz, llena de vida, en donde las plantas asomaban desde su ventana, con una "baranda" de alambres que había hecho papá, para que ningún transeúnte terminara con una maceta de sombrero. Las plantas que tanto la llenaban de orgullo, que cada vez que ibas te las mostraba haciendo incapié en las nuevas flores que éstas tenían. Me consuela saber que se fue convencida de que se iba a un cielo, y si es así, seguramente estará sentada arriba de una nube mirándonos, viendo cómo sus hijos viven sus vidas juntos, cómo ellos también se convierten en abuelos, viendo crecer a sus nietos, y nacer y crecer a sus bisnietos, y sobre todo, debe estar riéndose, como ella siempre supo hacerlo, con una picardía cómplice que solamente ella supo tener.
Hoy, brindamos nuevamente por ella, y por todo lo que supo dejarnos que, diré, no fue poco.
¡Salud!

sábado, 3 de mayo de 2008

Otoño en Ernestina


"Me gusta andar por mi pueblo
recorrer los lugares aquellos
cada minuto valía una vida
dulce canción de los tiempos
de vos me acuerdo..."
León Gieco

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Me había olvidado que escribí esta carta en un blog, hace algún tiempo, escribí:


"Ernestina tiene plaza, una plaza triangular" esos son los versos que primero vienen a mi memoria al acordarme de este pueblito perdido en la provincia de Buenos Aires. También están clavados en mi mente aquellos que Natalia escribe entre comillas, pequeña descripción escrita por alguien que vivió allí muchos años, y que sin dudas allí dejo su corazón. Esos versos forman parte de una poesía que se titula “Un médico rural” y que fue una suerte de “autobiografía” escrita por mi abuelo Humberto Terrizzano. Mi padre es otro de los afortunados que creció en ese pueblo. Y me atrevo a decir que es un afortunado, porque si hay algo que hace que sus ojos claros brillen con más intensidad, es cuando habla de su infancia en el campo. Las anécdotas se hacen interminables, y los personajes, el pueblo, cobra vida; y los hechos, todas esas macanas que nos cuenta que se mandaba, los vivimos como si estuviésemos allí, en ese preciso instante. Y el recuerdo ya no es recuerdo, sino algo palpable, que está ahí. He tenido la suerte de ir a Ernestina en varias ocasiones para visitar a mis tios Fernando y Alicia. Todas y cada una la recuerdo con mucho gusto. En especial la fiesta del centenario del pueblo. Y si bien yo me crié en medio de la capital federal, sólo me basta verlo a mi viejo, a Marcelo, a “Marcelito”, como le decían allí, ver con el orgullo que habla de su origen, con el amor que recuerda a aquel lugar, con todos sus personajes, para llenarme de emoción al leer este texto tan sentido, pues yo también me he vuelto una persona que ama ese pueblo con casitas de bazar, y su plaza triangular…Sólo tengo una crítica constructiva que hacer y es con respecto al tema de los ranqueles. Creo que lo que ha sido desafortunada es la utilización del término “invasión”, ya que en realidad los ranqueles eran los habitantes originarios de esas tierras, es decir, no las habían invadido. Lamentablemente, el genocidio indígena ocurrió en toda nuestra América, a manos de los que realmente fueron los “invasores” de estas tierras en las que ya vivían civilizaciones enteras.
Publicado por: María Victoria Terrizzano. 15 de marzo de 2007.